Por eso, cuando hablamos de agricultura, es bueno saber que estamos hablando de algo muy serio, de algo muy importante… tan importante que nos va en ello la vida. Y hablar de agricultura en Güimar es hablar de lo que es la esencia de este pueblo donde se da de casi todo –y digo casi solo por prudencia- desde los cultivos tradicionales: como la caña dulce, el algodón, las plataneras… hasta las frutas tropicales: aguacates, papayas, mangos… Sin olvidar, por supuesto, el cultivo de la vid de donde se sacan los estupendos caldos con Denominación de Origen. A estas alturas, me pregunto si será verdad lo que dice la copla: “Tierra de Dios la de Güímar, donde el vino no se embarca, por mucho que se coseche entre los suyos se gasta”… ¿Se beberán los güimareros y güimareras todo el vino que almacenan sus barricas? A lo mejor ya no podemos cantar la copla sin faltar a la verdad.
La importancia, por tanto, de un acto como este de hoy es inmensa. No estamos aquí para homenajear a un prohombre de la tierra, que también puede ser, sino que estamos aquí para rendir homenaje a todos los hombres y mujeres que han hecho de su vida un duro servicio a todas las personas. Son los que, con enorme sacrificio arrancan a la tierra sus mejores frutos, sin olvidar el alto precio que han de pagar por ello: madrugadas, frío, lluvias, sequías, ciclones, plagas... Queremos hoy hacer un homenaje, entregar un premio de nombre evocador: el PREMIO GUATACA. Pero homenajear así, en abstracto, no vale. Este homenaje debe tener el rostro curtido por días de sol y noches frías, las manos encallecidas… la vida trabajada, en suma. Debe, por tanto, tener nombre y apellidos. Y el hombre que hoy aquí representa a la vida de tantos, al sacrificio de muchos, se llama don Ramón Gil Paz y Paz.
A él quiere el Mercadillo del Agricultor, en este Quinto Cumpleaños, rendirle un sencillo, pero muy sentido homenaje, o tal vez, decirle, simplemente: Gracias, don Ramón Gil. En don Ramón Gil, se da la circunstancia de que, además, puede representar a mucha gente que durante los años 30, 40, 50… del pasado siglo, tuvieron que abandonar la tierra que les vio nacer, y empujado por una época indecente de hambre, delaciones y miserias, empaquetar sus pocos bártulos y hacer la travesía, corta, aunque muy difícil, hacia otra isla. Don Ramón Gil nació en el año 1933, y salió de su pueblo bellísimo entre riscos de vértigo, en Taguluche, en La Gomera, cuando tenía solo seis años y la emigración era la única salida que tenían los trabajadores como su padre que no atesoraban más patrimonio que la fuerza de sus brazos. Era el año 1939 y estaba recién acabada una espantosa guerra fraticida. Vino don Ramón Gil con su familia… y en la década siguiente vendrían mis padres. Hombres y mujeres que dejaron el monte de El Cedro, los profundos barrancos y los empitonados Roques y se instalaron en otro Valle, que rivalizaba en hermosura a los de La Gomera, el Valle de Güimar, donde crecieron sus hijos y donde tuvieron la suerte de ver el amanecer otra época. La travesía emocional que hace un ser humano que, de alguna manera, es expulsado de su tierra, es enorme, no solo por las dificultades, que son muchas, como la que me contaba don Ramón Gil, de salir de Valle Gran Rey, con seis añitos, achicando agua en una barquita de juguete, convirtiendo la llegada a San Sebastián en una odisea. A él no hace falta preguntarle qué siente cuando ve que miles de seres humanos son capaces de jugarse la vida en el brazo mar que separa las islas del continente y que al final no llegan a una tierra de promisión sino, algunos desgraciadamente, a los fondos abisales de un mar inhumano y devastador.
Pero hablemos del lugar el sitio exacto donde la familia de don Ramón Gil se asentó. Primero fue en La Hoya hasta que su padre, don Victoria Paz Herrera, puso la primera piedra en Fátima, razón por la que se le hizo un homenaje propiciado por el recordado alcalde, don Pedro Guerra Cabrera. Pero qué era lo que hoy es el barrio más populoso de Güimar. Era un terrible malpaís de lavas negras y retorcidas que el lunes, 2 de febrero de 1705, día de La Candelaria para más señas, la lava ardiente que al anochecer había empezado a lanzar el Volcán de Arafo o Montaña de las Arenas, se extendiera entre Güimar y Arafo, sembrando la devastación y la muerte. Antes, en la Caldera de Pedro Gil, en los valles de La Orotava y de Güimar, la tierra se movía como si un dinosaurio de dimensiones gigantescas amenazara con salir. Y salió, claro que salió, pero no un dinosaurio, sino un volcán que con varias lenguas de fuego, sembró la confusión y el pánico por donde pasaba. Dicen que al volcán no le importó llevarse por delante personas y sembrados. El día 26 de febrero volvió de nuevo el silencio. Y allá arriba, en la caldera de Pedro Gil, se levantaba un precioso cono anidado de más de 80 metros de alto; abajo, en las tierras invadidas por la lava, la negra desolación de un malpaís, empezaba a enfriarse poco a poco. Curiosamente, es en ese terreno donde, luchando a brazo partido, hombres y mujeres, empezaron a fabricar sus vidas desde la casi nada, y lo que parecía imposible, se logró. Ya no eran los primitivos archetes, sino que contando con el aval y la ayuda inestimable del Ayuntamiento que donó solares de 300 m. y hasta el plano correspondiente, viviendas dignas empezaron a cambiar el paisaje: allí donde estaba la negrura del malpaís, se llenó de casas, flores, comercios, plaza y hasta una pequeña iglesia. Unos y otros contribuyeron a hacer del barrio de Fátima lo que hoy es: casi un pueblo que tira con fuerza del futuro.
Y así fue con don Ramón Gil fue haciendo la vida… o la vida le fue haciendo a él desde la época de la cartilla de racionamiento donde la escasez –del azúcar, aceite, jabón… eran el pan nuestro de cada día, que también escaseaba, y los molinos de agua de Chacayca, molían el gofio que aplacaba el hambre hasta de los que seguían huyendo hacia lejanas tierras en barquitas que hoy nos recuerdan tanto a los cayucos. Don Ramón Gil, fue medianero con los dueños de la tierra y arrancarle a la misma el sustento de su numerosa familia, tuvo nueve hijos, no era tarea fácil.
Su hija Teresa decía: “trabajaba como un burro” de sol a sol y de luna a luna, con las noches en blanco esperando el agua al frío de la madrugada, que en invierno es fría, y soportando soles sin cuento en los veranos donde lo más cerca de la sombra estaba en los invernaderos. Allí era el encargado, fuera, trabajaba por su cuenta en las tierras arrendadas. Es curioso, pero alguna vez, después de pagar el agua, el guano, alguna deuda pedida para poder comer a diario, después de soportar huracanes y sequías, a don Ramón Gil, le quedó de aquella zafra… ¡Medio duro! Y todavía fue peor pues en los momentos difíciles de los primeros tiempos, había que bajar leña del monte, retama verde, pinocha… para poder comprar la comida… era la época del hambre que vivió un país empobrecido y asustado.
Cuando nuestra gente mayor cuenta y cuenta los recuerdos que la vida le atesoró en esa Enciclopedia viviente que es la memoria, los más jóvenes abren los ojos del asombro y les cuesta creer que toda esa historia de esfuerzo sin límite, sea algo más que las batallitas del abuelo… Cuando don Ramón Gil, recuerda su llegada al muelle de Santa Cruz con los cacharritos imprescindibles que sus padres trajeron de La Gomera, llevarlos del muelle a la parada de guaguas, las Jardineras de entonces, y enfilando la vieja carretera del sur, llegar hasta Güímar y subir con un carrito hasta donde vivía la tía María, adelantada en el difícil trasiego, nos parece el guión de una vieja película. Cuando hoy recuerda esa época, a él también le cuesta reconocerse en tanto esfuerzo y seguramente se da cuenta por qué a los nietos les resultan increíbles esas historias, porque los jóvenes de hoy tal vez tenga el problema de la abundancia y no sepan reconocer lo que cuestan las cosas y, sobre todo, lo que ha costado a generaciones de güimareros sobrevivir durante todo este tiempo. Menos mal que en Güímar estaban las fiestas… estaba san Pedro, el que dicen que “se escarranchó en la arena y no había quien lo tumbara”, estaba El Socorro, la romería más antigua de Canarias, donde se representaban lejanos acontecimientos y se jugaba a pares o nones, sin olvidar el buen vino de la tierra, el salmorejo y… sobre todo las puertas abiertas de par en par. Mucho podríamos decir sobre ese tiempo, pero llegado este momento creo que no me queda más remedio que felicitar de corazón a los agricultores y agricultoras que han organizado este acto y, sobre todo, mi más afectuoso cariño y mi felicitación más efusiva a don Ramón Gil Paz y Paz por este premio merecidísimo y porque representa dignamente a todos los hombres y mujeres que han trabajado para que esta maravillosa tierra de Güímar mire al futuro con fuerza y optimismo.
Muchas gracias.